El confesionario de los penitentes (y II)

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El sonido que surge de las gargantas de las criaturas de la plaga es una burla del habla humana, como las mismas criaturas lo son de la Humanidad. Escuchar la voz de los muertos es, inevitablemente, preludio de peligro.

Gregorio Casas, alias Póstumo, está trabajando hasta tarde en sus cálculos sobre la estructura del monasterio de San Veturián, dónde se ha infiltrado para averiguar el paradero de dos compatriotas, espías de la reina Lucrecia de Aragón en tierras navarras. Su compañero, el almogávar Bartolomé Ruíz, mira al techo desde la cama, con su habitual mal humor agravado por que los ruidos del inventor no le dejan dormir.

En la celda de enfrente, Jacinto Ajenjo, tanatólogo excelso, examina la Biblia de Aviñón que ha encontrado abandonada, una pista de la presencia de agentes del rey-papa, y una muestra de esas nuevas técnicas de imprenta que se están expandiendo desde el norte de Europa.

Todos ellos escuchan la voz de los muertos al otro lado de los muros del monasterio. Parece que las carcasas que dejaron atrás en el camino, aquella misma mañana, les han seguido la pista con la paciencia sobrenatural que siempre demuestra la Plaga.

Los tres se reúnen en el pasillo, sabiendo que su cuarto compañero, Braulio el sepulturero, está fuera explorando el edificio. ¿Y los monjes? El simple fray Pere parece estar en su celda sin ganas de enterarse de nada, y el joven novicio Rodorico se une a ellos con gran voluntad y un cuchillo robado de las cocinas: “Señor almogávar, estoy listo para combatir a la muerte”, declara ufano. Ni el prior ni el bibliotecario aparecen por ninguna parte.

Cuando el grupo quiere salir al claustro, se encuentra la puerta cerrada. Alguien les ha encerrado en el ala de las celdas, pero es un problema que no se resiste a una solución expeditiva. Bartolomé encaja su soliferro, la jabalina que se ha convertido en el símbolo de los almogávares, y la usa como palanca no simbólica para forzar la puerta. Con algo de ayuda de Jacinto, la puerta salta por los aires, ante los maravillados ojos del novicio.

Desde la biblioteca, escuchan los gritos de aviso de Braulio.

Cauterio

El explorador, Braulio Díaz, llega a la biblioteca siguiendo al circunspecto Fray Alfonso en su misteriosa excursión nocturna. Y siguiendo la voz de los muertos, localiza una trampilla escondida en suelo de la biblioteca, que lleva a una escaleras de caracol descendientes. Parece que ha encontrado las famosas catacumbas ocultas del monasterio.

Pero en cuando da un paso en el primer escalón, su lámpara de aceite ilumina una mancha oleosa terriblemente familiar. Es atramento, la corrupta sangre de los muertos. En el charco negro, un poco más abajo, está el cuerpo de Fray Alfonso, herido, pero inconsciente. Herido en un brazo, y tocado por el atramento. Si no se actúa rápido, la Plaga se llevará al monje y lo convertirá en una criatura hambrienta de carne humana.

Sin dudar, Braulio coge su afilada pala de guerra y le amputa el brazo al monje. Echa mano a su zurrón y saca un objeto que todo viajero del Renacimiento Macabro lleva consigo, un vial de cauterio. El cauterio es un potente ácido alquímico que limpia las heridas e impide el desangramiento, al tiempo que impide que el atramento continúe su infección. Duele como el infierno, pero es mejor que sucumbir a la plaga. El monje cae inconsciente, pero sigue vivo.

El sepulturero escucha las voces de sus compañeros, y llama su atención con gritos «Aquí, aquí. Echadme una mano». Se ríe de su chiste macabro, en un intento de aliviar la situación.

El grupo se reúne, y el novicio Rodorico va tras ellos. Pero al ver la escena parece que se le pasan las ganas de ser un guerrero en las filas de los vivos. Le tiene aprecio a sus extremidades.

Jacinto coloca un ungüento especial bajo la nariz de Fray Alfonso y consigue que recupere la conciencia, aunque está aturdido por la pérdida del brazo. Entre balbuceos y gritos de dolor, les aclara que en las catacumbas se escondían unos caballeros de Aviñón custodiando a unos prisioneros. Él bajaba a llevarles comida, y un muerto le atacó en la oscuridad.

El fraile se queda en silencio cuando ve a Bartolomé en la compañía, y empieza a acusarlo de traidor. Le han reconocido de su anterior visita, y saben que es un siervo de Aragón. Por eso han intentado encerrarlos en las celdas. Ante el sobreesfuerzo, Fray Alfonso vuelve a caer sin sentido.

Haec ultima forsan

El grupo desciende la escalera de caracol y se interna en las catacumbas del monasterio de San Veturián, construidas siglos antes de la Plaga. Los muros de sillería se mezclan con la roca viva de los Pirineos El rumor de agua llega desde un aljibe que aprovecha un manantial de montaña, y unas antorchas recientes delatan la presencia humana. Los pasos de nuestros protagonistas se multiplican en el eco, y el eco devuelve un gañido, la voz de los muertos.

San Veturián

El sigilo queda descartado. Los súbditos de Aragón avanzan hasta una cripta en la que están enterrados los monjes de tiempos antiguos, cuando aún era seguro enterrar cadáveres sin miedo a que volvieran a comerse tu cara. Es un ajedrezado de columnas y sepulcros, en el que vislumbran a la progenie de la Plaga. Son torpes carcasas, pero vestidas con jubones y libreas del Reino Santo de Aviñón. Los hombres del rey papa han dejado de ser hombres.

Desde detrás de una columna, una carcasa salta sobre Braulio, siendo abatida por la pistola de mecha doble de Jacinto y el bastón de Gregorio, en el que se esconde un mosquete ingeniosamente disimulado. El sepulturero acaba lleno de atramento hasta las cejas, pero por suerte es un infectado. Ha superado la Plaga sin sucumbir, pero le espera un destino terrible cuando la vida por fin se le escape, transformarse en un terrorífico poseso.

Bartolomé toma la vanguardia, y demuestra la merecida fama de los almogávares abatiendo a dos carcasas con disparos certeros de sus soliferros y desenfundando su hachuela. Pero la situación cambia cuando desde el techo se descuelga un muerto más peligroso, un poseso, ágil y voraz como la peor de las fieras. Braulio intenta golpearlo, pero se queda paralizado al reconocer a Pau, uno de los espías que venían a buscar, un infectado como él en quien la Plaga ya se ha cobrado la deuda.

El almogávar se bate con dos carcasas y el poseso, sacando partido a su cota de malla y su agilidad. Jacinto presta apoyo con su pistola desde un flanco. Gregorio intenta tomar el otro… y comete un error fatal. Se encuentra de bruces con una carcasa oculta en la oscuridad. La abate, pero no sin llevarse una herida en el vientre. Una herida con atramento. Una sentencia de muerte.

Misericordia

«¡DESPERTA FERRO!«, grita Bartolomé mientras emplea toda su fuerza en partirle el cráneo de un hachazo a Pau, el poseso. Desde el fondo, llega un griterío inesperado y un giro del destino. Los monjes han reunido valor y han bajado a ayudar a los forasteros, armados con palos y azadones. Sí, el manco también, la épica lo exige. Entre todos, barren a la progenie de la Plaga que aún resiste y la envían a su segunda muerte, la definitiva.

Jacinto, médico de la Plaga, saca su instrumental y revisa las heridas de Gregorio. Es tarde. Le han afectado al vientre, algo que no se puede amputar, y el atramento ha entrado en la sangre. Solo queda una cosa por hacer. El tanatólogo echa mano a su bolsa y saca algo que todo viajero del Renacimiento Macabro lleva consigo: la misericordia, una daga pequeña y afilada para darle una muerte piadosa a los morituri, aquellos a quienes la plaga se llevará sin remedio. Clavarse la misericordia en la sien y perforar el cerebro es una garantía de que no volverás a levantarte como un monstruo.

Déjame a mí — dice Póstumo — Yo lo haré, vosotros seguid adelante y recordadme.

Jacinto y Braulio se miran, y es obvio que la voluntad del inventor no parece tan firme como sus palabras. Lo cogen entre los dos y, con la ayuda del novicio Rodorico, ejecutan a su compañero antes de que se convierta en un enemigo. Los ojos del joven monje ya no son los de un joven.

En el silencio tras la batalla, oyen unos gritos que vienen del fondo de la cripta, donde se han construido unas celdas improvisadas. Ahí, aún encadenado y encerrado, encuentran a García, el segundo de los espías de Lucrecia de Aragón. Braulio reconoce a su compañero infiltrado en Pamplona quien, tras liberarlo, explica lo ocurrido en estos salones que no ven el sol.

«Los esbirros del rey-papa nos trajeron aquí para interrogarnos lejos del nido de espionaje que es Pamplona. Sabían que somos infectados, así que tuvieron cuidado de no tocar nuestra sangre, pero Pau… A Pau se le secó el seso con la tortura, señores. Robó una daba a uno de nuestros carceleros y se cortó su propia garganta. Resucitó como un poseso y acabó con todos ellos, que no tardaron en levantarse como carcasas. Si yo no llego a a estar encerrado… Les debo la vida».

Todo el mundo escucha la historia en silencio, incluso los monjes. Saben que si no llega a ser por la presencia de nuestros protagonistas, la progenie de la Plaga hubiera arrasado el monasterio sin que ellos pudiesen hacer nada para detenerla. «Nosotros también les debemos la vida. Mañana esperábamos refuerzos del Santo Reino, y será mejor que no les encuentren aquí. Ese camino les llevará a las montañas», se despide el prior.

Bartolomé abre la marcha, seguido por Jacinto y Braulio, que ayuda a caminar a un desnutrido García. Las crónicas cuentan que llegaron a Zaragoza y fueron recompensados por la reina Lucrecia, de la casa Borgia, con justas riquezas y nuevas misiones para poner a prueba su valía, pero nuestra historia no llega tan lejos.

Nuestra historia termina con las palabras que pronunció Bartolomé Ruíz de Daroca justo al abandonar las catacumbas del monasterio de San Veturián, en el Pirineo navarro, un día de 1515.
— Nunca te olvidaremos, Marcelo... ¿o se llamaba Antonio? Tanto da.

Aventura basada en El confesionario de los penitentes negros, de Mauro Longo y Guiseppe Rotondo, editada por HT Publishers en castellano.

2 comentarios sobre “El confesionario de los penitentes (y II)

  1. Gracias por la partida, estuviste genial como DJ, y estás narraciones le da un plus a un final redondo, saludos y nos vemos en la tierra de nuestro señor.

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